«Si no es paradójico, no es verdad».
Me alegra compartir una pequeña parte de un libro escrito por Peter Bourquin , pues mi visión como Coach y Terapeuta es la misma.: » No soy quién para cambiar a nadie, solo puedo acompañar a las personas que deseen caminar junto a mi y ofrecerles toda mi experiencia, herramientas de trabajo y mi corazón compasivo»
Un terapeuta ejerce una profesión de ayuda. Sus clientes buscan en él alguna forma de ayuda para superar las preocupaciones y dolores que les hacen sufrir. Pero ¿qué puede en realidad conseguir un terapeuta? ¿Tiene el poder de cambiar a una persona? ¡Es evidente que no! Pues ¿quién puede andar el camino en lugar de otra persona o ahorrarle una parte del trayecto?
Una de las lecciones más dolorosas de la vida consiste en reconocer y asentir al hecho de que una persona no tiene el poder de cambiar el destino de otra. No somos dioses griegos todopoderosos.
Esto nos duele, especialmente en el caso de los seres queridos próximos a nosotros, como nuestros padres, nuestros hijos, nuestra pareja o nuestros amigos. Precisamente porque los amamos, deseamos verlos felices. Dicho más exactamente, desearíamos verlos en el estado que nosotros mismos consideramos felicidad. Pues la idea de felicidad es distinta en cada persona. Lo que yo entiendo por felicidad puede carecer de todo interés para mi prójimo. Esto me recuerda la pregunta que planteó Bert Hellinger en cierta ocasión en un seminario: «¿Qué es lo que más se opone a la felicidad?». Y él mismo dió la respuesta: «La idea que uno tiene de felicidad».
Tengo que encarar el hecho de que nadie –tampoco yo misma– tiene el poder de cambiar a otra persona, ni de hacerla feliz. A este respecto , no tengo poder. Lo que es válido en el círculo próximo de mis seres queridos, lo es también para mis clientes.
No soy yo, sino el cliente quien recorre su camino, paso a paso. Yo la acompaño durante un trecho y pongo a su disposición todos mis conocimientos, mi experiencia y mi corazón compasivo. En este encuentro nos influimos mutuamente. Pero el único ser humano que puede cambiarla es ella misma. Esto es cierto para cada uno de nosotros.
De aquí surge la responsabilidad. Pues cuando uno mismo es la única persona que tiene el poder de cambiarse es también responsable de su vida. Puede rechazar esta responsabilidad o aceptarla, pero no puede rehuirla. Es una realidad, igual que el sol que sale cada día. Esta realidad no cambia aunque uno se vea como víctima de las circunstancias; verse así simplemente no tiene sentido. Es precisamente el hecho de hacerse responsable lo que promueve el cambio.
Así pues, la impotencia va unida a una profunda confianza en las posibilidades del cliente. Una persona es capaz de llevar su destino. Tiene en sí la fuerza y las capacidades necesarias para manejar su vida. Y en su interior residen las fuerzas sanadoras capaces de curar sus heridas. Esta comprensión es el fundamento de mi trabajo, y de todo trabajo terapéutico como tal. Cualquier otra actitud debilitaría al otro, lo reduciría a la condición de ser pequeño y necesitado de ayuda, incapaz de afrontar su vida o manejarla. Pero tal perspectiva no hace justicia en modo alguno a la realidad y únicamente fomenta las fantasías de omnipotencia del terapeuta. Basándome en esto, digo una y otra vez a mis alumnos durante la formación terapéutica: «Si realmente creéis que podéis salvar a alguien, os habéis equivocado de sitio, tenéis que ir al cuerpo de bomberos».
Así pues, mi impotencia me muestra dónde están los límites de mis posibilidades. Mi impotencia me enseña lo que puedo hacer y conseguir. La impotencia me hace responsable de mi vida y me enseña a confiar en la vida. Ella es, en este sentido, un aliado que me enseña a adoptar una actitud adecuada no solo hacia mí mismo, sino también hacia el cliente y, en última instancia, hacia la vida como tal. «Ser hombre significa ser responsable: avergonzarse al ver una pena, aunque uno mismo aparentemente no tenga culpa en ella; sentirse orgulloso por el triunfo de los compañeros; contribuir con la propia piedra, en la conciencia de que uno participa en la construcción del mundo».
Citado de su libro: «El Arte de la Terapia», p. 103–105.
Publicado en la editorial Desclée de Brouwer, 2011.
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